Jaime I el conquistador y forjador de un imperio
(Montpellier, 2 de febrero de 1208 – Alcira 27 de julio de 1276)
Jaime I fue un modelo de rey medieval por su coraje en el campo de batalla, su actividad como legislador y su profunda y sincera religiosidad. Pero también fue una figura señera y controvertida, alabado en crónicas y anales, convertido en modelo de guerrero indómito, valiente, arriesgado. Espejo y modelo de reyes y soldados. Tuvo el reinado más largo de la historia de España y también uno de los más longevos de la historia del mundo. Sentó las bases de la grandeza futura de la Corona de Aragón con las conquistas de Mallorca y Valencia en los años 1229 y 1239 respectivamente. A lo largo de su vida fue rey de Aragón (1213–1276), de Valencia (1239–76) y de Mallorca (1229–1276), conde de Barcelona (1213–1276), señor de Montpellier (1219–1276) y de otros feudos en Occitania. Pocos soberanos han dejado una huella tan profunda en su tiempo y han sido recordados con tanto afecto.
Heredó extensos dominios por parte de su padre: la Corona de Aragón, los condados de Urgel y Barcelona. Por parte de su madre, María, heredó el señorío de Montpellier. Y los territorios que poseía al final de sus días fueron fruto de sus conquistas contra los musulmanes. El recuerdo de estas victorias, de su poderosa personalidad, su impresionante fuerza física y su devoción religiosa forjaron una imagen de monarca ideal, de modelo de rey, de santo, de conquistador, de justiciero y providencial. Una imagen legendaria que aún hoy se mantiene y que se ve acrecentada con la lectura del texto que él mismo supervisó: Llibre dels Feyts del rei en Jacme, que nos pemite conocer los actos y los pensamientos de uno de los soberanos más excepcionales y destacados de la Corona de Aragón en la Edad Media.
Forjando el carácter de un rey
Cuentan que el nombre de Jaime se lo dio su madre, María de Montpellier, porque cuando nació mandó encender doce velas de un mismo peso y tamaño, y ponerles los nombres de los doce Apósteles para que de aquélla que más durase tomase el nombre su hijo, y así fue llamado Jaime. También se relatan de él sucesos extraordinarios como que una piedra destruyó la cuna donde dormía, pero él salió ileso. Su infancia no fue feliz. El matrimonio entre sus padres no funcionó nunca. Fue educado en una corte llena de poetas y trovadores, de juglares y artistas, al mismo tiempo en el que en toda Europa se implantaban los elegantes modos del amor cortés y de la poesía amorosa.
A los cinco años accedió al trono, tras la muerte de su padre el rey Pedro II de Aragón en los campos de batalla de Muret, un 13 de septiembre de 1213Su madre había muerto poco antes. Fue jurado como rey de Aragón y conde de Barcelona en Lérida. El niño se encontraba con un reino dividido y al borde de la guerra civil. Temiendo por la vida y la seguridad del rey-niño, se decidió que debería quedar en la práctica bajo la tutela de un consejo de regencia, que fue la expresión del poder de los grandes linajes aragoneses y catalanes. Durante dos años vivió con los caballeros del Temple, y allí aprendió el espíritu de la milicia y la disciplina de su regla, y de esta forma se forjó su carácter orgulloso y su ardor guerrero.
A principios del siglo XIII los reinos heredados de Jaime I estaban dominados por barones feudales. El poder del rey dependía del consentimiento de la nobleza, que era capaz de imponer duras condiciones a cambio de prestarle homenaje y prometerle consejo y ayuda. La ayuda era, sobre todo, de índole militar, puesto que el ejército se formaba a través de mesnadas de caballeros encabezados por linajes aristocráticos. Era de esperar que en poco tiempo las relaciones del rey con la nobleza estuvieran llenas de tensiones, que derivaron a menudo en la sublevación abierta. Las campañas de reconquista sirvieron muchas veces para encauzar estas energías contra los enemigos, pero estas soluciones eran efímeras.
Los vasallos no siempre estaban dispuestos a ayudar a su rey. En más de una ocasión Jaime I tuvo que discutir con uno de sus nobles, Ramón de Cardona, para obligarle a colaborar en la campaña o en alguna empresa bélica. Al mismo tiempo, también hay episodios en los que se muestra el aprecio y la devoción de los súbditos hacia su rey. Así, el conde don Nuno juró que acompañaría al rey a Mallorca y lo defendería mientras le quedase un hálito de vida., lo que nos muestra que el rey Jaime supo forjarse un prestigio merecido entre sus súbditos, que permitió que juntos emprendieran conquistas y realizaran proyectos.
Un prestigio ganado a pulso
Se casó a los 13 años con su prima Leonor de Castilla. Tuvo un hijo, Alfonso, que fue reconocido como heredero. Posteriormente, el Papa anuló el matrimonio y en el año 1235 se casó con Violante, hija del rey Andrés II de Hungría. Así se consiguieron trabar alianzas entre la cristiandad occidental y la oriental. Formaron un matrimonio feliz porque la princesa fascinó y enamoró al rey. Fruto de su unión nacieron nueve hijos.
Para muchos de sus contemporáneos, Jaime I fue un valeroso y gran rey. La admiración que causó su figura entre los cronistas medievales sirvió de estímulo para la redacción de descripciones que elogian no sólo su cualidad de buen monarca, sino también su presencia física, ya que por su altura destacaba entre todos, tal como expresa Bernat Desclot. Era elegante y de presencia física caballeresca. Era generoso y fiel a la palabra dada, orgulloso de su linaje y de su familia, cumplidor de sus deberes y duro castigador de aquellos que no hacían honor a sus responsabilidades y cargos.
Existen muchas referencias a su coraje, valentía y conveniente actitud ante sus huestes en los momentos de mayor dificultad y peligro, una actitud que no abandonó en toda su vida. En el curso del sitio de Valencia, en 1238, recibió un disparo de ballesta en la cabeza y, para evitar que su ejército se desmoronara moralmente, se arrancó la flecha para seguir al mando de las operaciones durante la jornada. Posteriormente perdió la visión del ojo en la zona afectada durante unos días, luego cabalgó por todo el campamento para ser visto y levantar la moral de la tropa. Se mostró siempre valiente, diestro con las armas, y nunca dudó en combatir en primera línea de la batalla o allí donde la contienda era más dura y peligrosa.
No sólo consiguió fama y prestigio como líder de su ejército, sino también en dos aspectos esenciales que ocupaban muchas horas y generaban demasiados problemas a un rey: la administración de justicia y la actividad legislativa, que eran manifestaciones del principal cometido de un rey en la Edad Media. En definitiva, gobernar a su pueblo y buscar su bienestar.
El arte de gobernar es difícil y para asumirlo era necesario formar al príncipe y futuro rey. Se le enseñaba la práctica de una serie de virtudes inherentes a la dignidad real: clemencia, justica y prudencia. En la Corona de Aragón, para el desempeño de las funciones regias era fundamental la consulta con los súbditos a través de la ‘curia regia’, formada por los consejeros más cercanos, o bien de las Cortes, en las que estaban representados los tres estamentos de cada uno de los reinos: el clero, la nobleza y las ciudades. Durante su reinado, el Conquistador intensificó la celebración regular de estas reuniones de Cortes.
Urgido por la necesidad de organizar y unificar sus vastos dominios, aunque respetando a la vez la autonomía de cada uno de ellos, Jaime I se sumergió, asimismo, en una intensa labor legislativa. Secundado siempre por la voluntad y el consejo de los prelados y los prohombres de sus dominios, reformó y corrigió los fueros antiguos de sus reinos. En 1247 impulsó la redacción de un Fuero General de Aragón y cuatro años después promulgó los Fueros del Reino de Valencia al poco de concluir la reconquista de la mayor parte del territorio. En Cataluña tuvo especial importancia la reforma por la que se constituyó el Consejo de Ciento, la asamblea municipal de Barcelona.
Otro deber fundamental del rey era la administración de la justicia, aunque en la práctica era muy excepcional que rindiera justicia personalmente. Por esta razón se estableció un complejo sistema a través del cual, mediante delegados y otros funcionarios, el soberano ejercía la función judicial, considerado fuente de derecho y entendido como la propia ley viviente. Aun así, y pese a disponer de esta maquinaria administrativa, Jaime I no renunció a intervenir en persona en cuestiones de justicia. Por ejemplo, después de la caída de Mallorca, cuando algunos de sus soldados arremetieron contra los musulmanes vencidos asaltándolos y despojándolos de todo cuanto llevaban, el rey Jaime I, advertido de estos abusos, propuso castigar a los culpables con tal severidad que disuadió a otros de robar y saquear en adelante en otros lugares.
Luchador por la fe
El rey tuvo siempre una fervorosa religiosidad. Fue devoto de la Virgen María, siempre pensó que su vida estaba bajo la protección divina manifestada especialmente durante sus campañas militares, por eso corría peligros que otro monarca no habría afrontado. Se cuenta que cuando se disponía a conquistar Burriana, en el año 1233, animó a sus soldados diciéndoles: «Y creed, verdaderamente, que dos veces nos descubrimos todo el cuerpo para que nos hiriesen, pero Nuestro Señor Jesucristo sabe cómo deben hacerse las cosas, y cómo deben ser, de modo que no quiso que nos hicieran daño ni nos golpeasen, y tomamos la villa». Considerándose como abanderado de la fe, se marcó como objetivo primordial y casi obsesivo la expansión territorial a costa de conquistar territorios a los musulmanes. La intensidad de este sentimiento quedó recogida por el cronista Muntaner, según el cual el rey, recuperándose en su lecho de una grave herida que sufrió en territorios de Valencia, dijo: «Arrea mi caballo y apareja mis armas que quiero ir contra los traidores sarracenos que quieren que muera. ¡No lo crean! ¡Que antes los destruiré a todos!».
El reinado de Jaime I fue uno de los más largos que constan en los anales de la España medieval: 63 años. El propio rey se vanagloriaba de haber alcanzado esta edad, que interpretaba como un signo del favor divino: «Nuestro Señor nos había hecho reinar a su servicio más de sesenta años, más que no haya en memoria, ni encuentra hombre que ningún rey, desde David y Salomón hasta aquí, hubiese reinado tanto». Finalmente, fatigado y enfermo, Jaime I falleció el 2 de febrero de 1276, tras recibir todos los sacramentos con mucha reverencia y devoción, tal como dejó escrito el cronista Lucio Marineo Sículo. Su muerte fue recibida con dolor y desconsuelo en todo reino. Quizá en el lecho de muerte se acordaría del fracaso de su ansiada y largamente deseada cruzada para liberar Tierra Santa.
En una época de monarcas paladines de la fe católica, Jaime I fue uno ellos, como Fernando III de Castilla y Luis IX de Francia, que fueron canonizados. Su obra como conquistador y legislador hizo que se le consideraba como el punto de arranque del período de máximo esplendor de la Corona de Aragón, que desde el reinado de su sucesor, Pedro el Grande, prolongaría las campañas de reconquista peninsular con una fabulosa expansión política y comercial por todo el Mediterráneo.
La difícil sucesión de un rey
Su largo reinado y los muchos años pasados en el trono cambiaron su carácter. En los años finales se mostró veleidoso, vacilante y dubitativo, cuando siempre había sido resolutivo y muy enérgico. El reino de Aragón lo componían varios reinos que él había conquistado. Él puso las bases de un futuro imperio mediterráneo liderado por Aragón. Cuando lanzó su primera campaña advirtió que los nobles necesitaban desplegar sus ansias guerreras en un campo de batalla. Conquistó Mallorca, Menorca y ocupó Ibiza y después de una larga campaña se hizo con Valencia, se anexionó Alicante, Orihuela y Elche. Murcia se la cedió a su yerno Alfonso X el Sabio, al que le dio unos sabios consejos para gobernar: mantener a los súbditos en amor y gracia, saber ganarse sus voluntades para tenerlos obedientes, atraerse el aprecio de los prelados y clérigos, cuidar las universidades y las ciudades antes que a los nobles, y no hacer justicia a escondidas, sino a la luz del día y con criterios claros y constantes.
Cuando su planteó la sucesión entre sus hijos, ya no vivía Alfonso, heredero nacido de su primer matrimonio. En 1262 dictó su testamento, en el que dividió la herencia entre sus hijos. Pedro heredó Cataluña, Aragón y Valencia; Jaime recibió Mallorca, Rosellón y Cerdaña y el señorío de Montpellier. Este reparto provocó problemas y luchas entre sus hijos. Lo cierto es que la decisión de dividir la herencia del reino no fue acertada. Pero no podía tomar otra resolución siguiendo las leyes y la tradición de la época. Esto muestra lo difícil que es suceder a un líder y a un gran conquistador.
El gobierno y el cambio generacional
Jaime I también enseña que, además de cualidades personales, de poseer la dignidad real, es necesario gobernar siguiendo el dictado de la conciencia, poniendo en juego las virtudes de un gobernante y asumiendo las funciones del cargo y de la posición que se ocupan con decisión, responsabilidad y sabiduría.
Un largo reinado debería servir para que el titular del mismo se planeara con frecuencia, sobre todo cuando hubiera rebasado una edad en la que otros han muerto. Jaime I actuó correctamente con una idea fundamental: garantizar la continuidad de su empresa y de su dinastía. Escribió su testamento catorce años antes de morir, lo que muestra una cierta previsión y sus deseos de mantener el reino en manos de sus sucesores.
Por otra parte, supo aprender de los errores y no empeñarse en conseguir aquello que quería generando problemas y quizá usando muchos medios que serían necesarios para otras empresas. El fracaso de la cruzada le convenció cuando ya era sexagenario de la necesidad de concentrar su atención en sus dominios y la organización de su reino.
Jaime I el Conquistador, con sus aciertos y con sus errores, fue un gran rey que asumió las exigencias de la corona en todo momento, que buscó siempre lo mejor para sus súbditos y trató de garantizar la continuidad de su obra.
Salvador Rus, Profesor de Historia del Pensamiento y Director de la Cátedra de Empresa Familiar de la Universidad de León.
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